Deporte, fe y vida a la luz de la Alianza de Amor

Durante el Jubileo del 31 de mayo se realizaron más de 30 “Encuentros Cenáculo”. Se trató de instancias en las que quisimos reflexionar sobre cómo Schoenstatt y la fe estaban llamados a permear la realidad en sus más diversos escenarios. En ese contexto surgió la idea de poder enfocar uno de estos encuentros en torno a la temática del deporte y la fe. Me tocó estar a cargo de ese encuentro y es en este contexto que escribo ahora.

Siempre he pensado que, desde la perspectiva de la evangelización, un gran desafío consiste en encontrar dónde está el interés del hombre contemporáneo e intentar desde allí captar su corazón. Y pareciera que el deporte es hoy por hoy una instancia donde muchos invierten una significativa parte de sus vidas. ¿Qué hay en el deporte que capta el alma humana con tanta fuerza? ¿Qué lo hace capaz de despertar una pasión tan profunda en hombres y mujeres de todas las edades?

Pareciera que en nuestro tiempo el deporte ocupa un lugar preponderante en la vida de muchas personas. Ya sea como espectadores o practicando alguno en particular, en nuestro tiempo se le da cada vez más espacio a los diversos deportes existentes. Es cosa de ver la relevancia que el deporte tiene en los colegios o la gran presencia que tiene en los medios de comunicación. Fútbol, tenis, básquetbol o simplemente correr. Por todas partes nos encontramos con gente que se entusiasma por ellos y les consagra mucho de su tiempo.

En la antesala de los juego olímpicos, y buscando poner en práctica este ejercicio tan propio schoenstattiano como lo es el intentar unir fe y vida, quisiera compartir algunas reflexiones en torno al deporte y fe. Siendo un tema tan amplio, me limitaré a desarrollar sólo tres dimensiones en que el deporte le suma a nuestra vida de fe: la comunidad, la competencia y la naturaleza. ¡Habría muchos otros aspectos que desarrollar! Quedarán para otro momento.

Sentido de pertenencia y comunidad

La participación en cualquier deporte, ya sea como espectador, pero de manera especial cuando se practica, regala la mayoría de las veces un fuerte sentido de pertenencia. Las personas se apasionan por un determinado deporte y se sienten unidos a todos los que comparten su interés. Se genera una verdadera comunidad. ¡Y cuán humano es querer pertenecer! ¡Qué propio nuestro es la necesidad de sentirnos parte de una comunidad que comparte una identidad en común!

Y qué decir de los deportes que se juegan en equipo… ¡Qué bien le hace a las personas cuando aprenden a jugar juntos! El deporte colectivo te enseña a confiar en el otro y también a contar con los errores de los de tu equipo; te muestra vivencialmente que “juntos se es más fuerte” y que es posible encontrar una armonía en el todo cuando cada una de las partes pone de lo suyo. Este sentido de pertenencia regala un verdadero desarrollo en un plano psicológico y personal, pero también constituye un preámbulo que prepara una experiencia religiosa.

Siguiendo la pedagogía del padre Kentenich podríamos decir que, así como para aprender a reconocer el amor de Dios en nuestra vida necesitamos previamente habernos experimentado queridos y amados en el plano natural, creo que así también el sentido de comunidad que regala el deporte prepara la posibilidad de experimentarse como comunidad ante el Señor, como pueblo de Dios. Si no hacemos la experiencia previa en el plano humano de pertenecer a un “algo” más grande que mis meros intereses particulares, será difícil conectar con el sentido de comunidad que nos regala la fe. Por supuesto que existen agrupaciones e instancias comunitarias de los más diversos ámbitos que regalan un cierto sentido de identidad común, pero pienso que en nuestro mundo contemporáneo, el deporte es un espacio privilegiado en cuanto a regalarnos esta experiencia.

Competencia que promueve la excelencia

Pienso que el deporte pone en juego una dimensión de la convivencia humana muy interesante que es la competencia. La mayoría de los deportes se organizan generando ligas y torneos en los que se compite y se busca un ganador. Es la dinámica que entraña el desarrollo de la mayoría de los juegos.

La competencia es una realidad que en general tiene mala prensa, especialmente desde un ámbito cristiano, donde —gracias a Dios— estamos más acostumbrados a hablar de solidaridad y colaboración. Pero aún cuando la competencia tiene aspectos complejos, creo que el deporte permite sacar lo mejor de ella, ayudando así en el desarrollo de auténticos valores humanos que elevan el espíritu.

Al competir se busca quién logra hacer mejor las cosas o llegar un mejor resultado en condiciones de igualdad. Muchas veces, la mayoría de las veces, se trata simplemente de medirse ante uno mismo y superar los propios límites y dificultades. En todo caso, competir impulsa a sacar lo mejor de uno mismo, buscando que la entrega y el esfuerzo lleguen siempre un poco más allá. Competir exige jugar con honor y lealtad, haciendo también que surjan la disciplina y la perseverancia. Así, al medirse ante los demás o ante uno mismo, se recibe un impulso en buscar la excelencia, una motivación a esforzarse por hacer relucir la mejor versión. ¡Qué bien nos hace poner nuestros talentos y capacidades en diálogo con los de los demás! Competir sanamente hace que se potencie la virtud. Esta dimensión del deporte me recuerda las palabras de San Pablo en que nos invita a pelear la buena batalla, terminar la carrera y concluir victoriosos en la fidelidad.

La naturaleza, deporte y encuentro con Dios

En las últimas décadas, las personas han ido abandonando los campos para vivir en la ciudad. Vivimos en la era de las grandes urbes y pareciera que la naturaleza se alejó de nuestra vida cotidiana. ¿No tendrá esto que ver con la secularización que experimentan nuestros países “modernos”? Normalmente se habla que el desarrollo e industrialización de los pueblos viene de la mano con un cierto grado de secularización. Tengo la impresión de que al alejarnos de la naturaleza, el alma humana pierde un poco la capacidad de contemplación y se pierde algo de sensibilidad para el encuentro con Dios.

¿Qué tiene que ver esto con el deporte? Bastante creo yo. Resulta que muchos deportes se practican al aire libre y eso ya de por sí regala un poco de cielo, aire y árboles alrededor. Pero hay algunos deportes que tienen un acento especial en la contemplación de la naturaleza que los rodea. Pienso en el senderismo, las caminatas en la naturaleza o el simple ejercicio de salir a correr en un lugar bonito. Estamos hechos para el viento y para el sol, para el mar y las montañas, y a veces pasamos días enteros en que sólo vemos paredes, cemento y más cemento. Estos deportes que mencioné recién nos regalan escenarios ideales para el contacto con Dios. ¿Cuántas personas encuentran en la práctica de estos deportes un momento de pausa, de interioridad, de conexión con el espíritu? Creo que muchas personas se han ido acercando al trekking o senderismo por ser instancias en que se vive algo así como un retiro, por la posibilidad que éstos dan de conectarse con la belleza de Dios en la creación y de vincularse con su propia interioridad.

Cada país tiene una riqueza particular en cuanto a naturaleza se refiere. Chile, por de pronto, tiene escenarios realmente sobresalientes. Visitar estos lugares en modo turista por supuesto que ayuda. La creación y su belleza son capaces de captar el alma casi de cualquier manera y en cualquier momento. Pero la práctica de deportes que te sumergen en la naturaleza suelen regalar una experiencia aún más profunda. Nos dan la oportunidad de contemplar, de hacer silencio, de disfrutar de la belleza. La creación es una pequeña ventana al corazón de Dios y el deporte nos permite acercarnos a ella.

*Columna del P. Gonzalo Illanes publicada originalmente en Schoenstatt.com

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